lunes, 31 de mayo de 2010

“Desde la ventana”
Hoy hace calor, es imposible abrir las ventanas y observar a los vecinos. Incluso las persianas están bajadas, y desde la ventana sólo se ve el blanco sucio de persianas poco limpias.
Hoy Nadie mira desde la ventana, pero tal vez esta noche, tal vez cuando el sol caiga, alguien mire desde la ventana y relate la vida que transcurre fuera. Tal vez en ese momento alguien nos cuente lo que ve, lo que vive, lo que experimenta desde su ventana, desde cada una de las ventanas que decoran los muros de nuestras casas.
AUTOR

viernes, 28 de mayo de 2010

“La casa de Mariló”
Sé que estás ahí, posiblemente no al otro lado de la ventana, allí arriba como piensa mucha gente. Yo sé que estás en mi corazón, sé que si cierro los ojos bien fuerte, te veo sonreír, te veo decirme: todo va bien, no te preocupes. Sé que tu recuerdo, es una de esas cosas que me dan fuerzas para seguir adelante.
Muchas noches como ésta, que no puedo dormir pienso en ti. Pienso en tu fuerza. Pienso en su sabiduría. Pienso en tu buen hacer. Pienso en tus errores. Pienso en tus enseñanzas. Eso me hace sonreír. Me hace pensar que ese accidente de tráfico tan horrible, donde perdiste la vida y yo salí completamente ilesa, fue tu última enseñanza. Fue lo último que me dejaste como legado. “La muerte es parte de la vida”, pero por qué tú. Eras mi otra mitad, esa otra parte que me completaba y tengo que aprender a vivir sin ti, sin mi amor. Pero lo haré. Eso es lo que quieres, ¿verdad?
¿Y si yo nunca más pudiera volver a llevar una vida feliz? ¿Y si estoy equivocada y cuando nos encontremos me lo reprochas?
No lo puedo permitir, necesito ser capaz de salir adelante. El dolor aún es fuerte y sé que me llevará tiempo. Sé que cuando empiece a estar mejor, cuando vuelva a sonreír, aún el miedo, lo desconocido estará esperando de vez en cuando agazapado tras alguna esquina. Te quiero, siempre te voy a querer, pero tengo que ser capaz de volver a ser feliz.
La luz de una estrella comienza a brillar en este momento y desde la ventana, como tanta noche hice abrazada a ti hice, la veo pero hoy sé que ese resplandor es únicamente para mí. Eres tú, que me das ánimo y me dices que no estoy equivocada, que vuelves a abrazarme como hacías antes.
Miro al cielo, te sonrío y esa luz entra en mi corazón. Cierro los ojos y oigo tu voz diciéndome, sal, vive, crece, y sobre todo, aprovecha cada día, cada minuto, cada segundo porque puede ser el último y porque cada uno de ellos es único.
Muchas gracias, amor. Espero volver a hablar contigo otra noche, pero espero que sea dentro de muchas, eso significará que estoy mejorando, que estoy haciéndonos felices.
Te quiero.
MARILÓ

jueves, 27 de mayo de 2010

“La casa de Ángela”
...Ayer por la noche regrese a casa y olvide mirar mi tienda. He pasado dos semanas en mi pueblo y no sé qué ha ocurrido con ella. Por eso, esta mañana me he puesto el despertador para levantarme temprano y confirmar cómo va la obra.

Cuando me he despertado, tenía una invitación en la mesilla para la inauguración de la tienda. En ella, no venía ningún nombre, tan sólo una hora y nada más. Pero sabía que lo poco escrito en aquella tarjeta, hacía referencia a mi obsesión. Estoy convencida de que se trata de una tienda de fotografía, así que me pongo unos vaqueros y una camiseta para bajar. Cuando me asomo a la ventana para confirmar que está abierta, encuentro una aglomeración de gente que me impide ver el interior, y sorprendentemente, no hay ningún cartel sobre la puerta. Algo en mí, me dice que aquellas vitrinas que había visto colocar, no iban a estar llenas de cámaras fotográficas de última generación. Más que algo en mí, me lo dice las elegantes ropas que visten los que intentan entrar en la tienda. Aquello más se parece a una entrega de premios o una fiesta benéfica de celebridades en Hollywood, que a la inauguración de una tienda de barrio.
En ese momento empiezo a asustarme y llego a pensar en no bajar, o al menos en cambiarme de ropa antes de hacerlo. Pero no lo hago, me encamino al salón, cojo el bolso y bajo.
Cuando llego a la tienda, me es imposible ver nada, pero como por arte de magia, la masa se aparta haciéndome un pasillo para entrar, como si fuera alguien importante en aquel lugar. Comienzo a avanzar y cuando consigo ver el interior de la misma, veo que dentro de las vitrinas hay gente. Mi gente. La gente del barrio. El frutero de la esquina, el de la tienda de periódicos, mi vecina de enfrente y veo que aún queda una vitrina vacía. Y por alguna razón sé que es para mí.
El que parece ser el dueño del establecimiento me hace un gesto para que entre y yo lo hago. Cierra la puerta tras de mí y yo me acomodo como puedo. Más bien me hago un ovillo, mientras toda esa gente de alta alcurnia nos mira con gran interés, como si se tratase de obras de Goya, Miró, Botticelli… Y yo no intento evitarlo. No intento escapar, sólo me quedo ahí, y nada más.

Suena el despertador y estoy sudando. Definitivamente me estoy volviendo loca. No puedo dejar de pensar en esa tienda. Corro hacía la ventana para borrar de mi mente la imagen de mi misma metida en una vitrina y lloro de alegría al ver que la tienda está terminada, que la tienda tiene cartel, que la tienda no es un expositor de personas. Que es una magnífica librería y que dentro de esas vitrinas ahí libros de gran valor. Me pongo la misma ropa que en mi sueño y sonriendo como estoy por haber acabado por fin con la obsesión, bajo a mi lugar favorito del mundo, el lugar donde viven historia inventadas y donde los sueños y las obsesiones no son más que ese, mentiras que nos hacen felices mientras las leemos.
ÁNGELA

martes, 25 de mayo de 2010

“La casa de Ángela”
...El despertador suena a las nueve menos cuarto, y no porque tenga que ir a clase, sino porque no puedo perderme la evolución de la tienda. Ayer por la noche sólo pude fijarme en la fachada, que seguía igual, pues había cubierto las ventanas con cartones.
Hoy he decido estar preparada, tengo el café listo, una silla junto a la ventana y toda la mañana para seguir mirando.
Mientras termino de dar vueltas al azúcar, escucho que los obreros acaban de llegar y rápidamente ocupo mi puesto. Tengo tanto ímpetu que al acercarme a la ventana, mis pies tropiezan con las patas de la silla y poco me falta para terminar mis días como decoración de la tienda. Mi grito histérico hace que los obreros dejen su quehacer y levanten la cabeza, pero soy capaz de ocultarme antes de que me descubran.
Pasados unos minutos, cuando ya confío en que habrán vuelto a su trabajo, me acerco y compruebo que puedo empezar a mirar y a imaginar. Lo primero que descubro es que tan sólo tengo la puerta de entrada para poder ver el interior, pues esta mañana tampoco han quitado los cartones, pero eso no me impide confirmar lo que ayer imaginaba: los cristales eran para unas vitrinas, que ya lucen, algo llenas de polvo, repartidas por la pared frontal, la única que veo. La posición de las mismas, en cambio, me dicen que mi dulce final no está cerca, pues la colocación separada y los cantos dorados que tienen, me hacen dudar que vaya a ser una pastelería. Y aún peor, cada vez veo más claro que la joyería va ganando terreno.
Esto empieza a ser aburrido, porque por mucho que intento buscar algún establecimiento con ese tipo de decoración, sólo joyas horrendas, llenas de brillantes ostentosos y excesivamente caros me vienen a la cabeza. Tengo que pensar rápido para poder continuar que esta nueva actividad, porque presiento que en pocos segundos, si no se me ocurre nada, retirare la silla y se me acabo la diversión.
¡Estoy salvada! Podría ser una tienda de artículos de electrónica. Estoy emocionada, aún puedo continuar con mi nueva afición, y sólo tengo que seguir mirando, pues los obreros comienzan a meter cajas y tengo que estar atenta a ver si veo algo escrito en alguna. Las tres primeras son marrones y sin nada que me dé pistas, pero el siguiente grupo de cajas son de lámparas del ikea. ¡Sí, sí, sí! No es una joyería. La elegancia y sofisticación de esos lugares, impide este tipo de decoración. Sólo me queda seguir mirando para ver si algunas de las cajas tienen cámaras de fotos, o impresoras… Pero mi móvil comienza a sonar. Es mi jefe y sé que esto es una mala señal. Un lunes por la mañana, sólo puede significar que tienen más lío del habitual en el bar, y que necesita que vaya.
Cierro la ventana temiendo lo peor y echo un último vistazo a la tienda antes de contestar. Tal vez esta tarde me la den libre y pueda seguir mirando y soñando…
ÁNGELA

lunes, 24 de mayo de 2010

“La casa de Ángela”
Los ruidos a través de la ventana me despiertan. Son las nueve de la mañana y aunque hoy puedo dormir, parece que no va a ser posible. Voy averiguar quién ha decidido que no duermo, que esta mañana de relax y descanso, tengo que ponerme en pie y comenzar el día. Me asomo a la ventana y veo que en el local de enfrente de mi casa, están montando lo que parece una tienda, y como no tengo nada que hacer hoy, me preparo un café y comienzo el día soñando, inventando y descubriendo que es lo que hacen.
El interior de la tienda está pintado de blanco, un color neutro que no me da ningún dato para poder empezar. Creo que excepto un bar de copas, cualquier otro local podría tener ese color. Preguntar por el color de las paredes de un local no es una de las siete preguntas claves para adivinar de qué se trata.
Lo siguiente que descubro, si me da algún dato más, o al menos me descarta algunas posibilidades. Unos obreros entran en salen con un montón de cristales, lo que supongo que va destinado a ser vitrinas o similar, porque no creo que vayan a crear muros de cristal. Ahora si puedo empezar a imaginar. Ya sé que no es una tienda de telas, pues tenerlas en vitrinas y dejar tocar a cada cliente que material, sería poco práctico. También sé que no se trata de una tienda de dulces: ¿os imagináis a un centenar de niños abriendo y cerrando vitrinas? No durarían ni tres niños. Pero por el contrario podría ser una pastelería, y con lo que me gustan los pasteles, sería la mejor noticia de esta mañana. Ya que no he podido dormir, al menos que el final de la historia me deje un sabor dulce. Aunque también podría ser una joyería, y teniendo en cuenta que el presupuesto de una estudiante da para arroz, lentejas, pasta y pollo, creo que sería poco útil para mí.
En las siguientes tres horas, nada de lo que hacen los obreros me da ninguna pista más, y teniendo en cuenta además que son seis, pero como siempre dos trabajan y cuatro miran, pues el trabajo no avanza demasiado. Han metido cables, colocado enchufes e interruptores, y como son las doce pasadas, pues llega la parada del bocadillo y ya no puedo seguir jugando. Decido imitarles y dejar mi juego para mañana. Pues después de comer algo, tengo que irme a trabajar.
Bajo la persiana y dejo mi juego para mañana…
ÁNGELA

viernes, 21 de mayo de 2010

“La casa de Héctor”
La música del despertador me hace abrir los ojos, y allí está ella, junto a mí, como dice la canción. Y como si del guión de una película se tratará, ella va siguiendo al pie de la letra todas y cada una de las ordenes que Joaquín le va dando desde el equipo de música. Parece un demiurgo organizando el mundo, colocándonos a cada uno de nosotros en nuestro lugar y recordándome que aún estoy solo. Que nadie va a llamarme esta tarde, o que al menos ella no va a hacerlo. Y yo también, impulsado por la canción, me asomo a la ventana y la veo partir.
La veo recorrer la calle, en la misma dirección que horas antes habíamos hecho juntos, de la mano, besándonos por cada esquina y creyendo que ella iba a ser la definitiva. La veo y lo recuerdo todo. Recuerdo la noche anterior como si la estuviera viviendo de nuevo.
La conocí en el bar de siempre, mi bar, mi trabajo, mi vida. Y aunque me haya dicho ahora que no recuerda nada, sé que no es ella, se que son palabras en su boca puestas por el maldito cantautor. Sé que le guste, sé que se fijo en mí, que no fui yo, fue ella. O eso quiero pensar. Quiero pensar que su huida ha sido provocada por la música y por el miedo, por el terror al amor, y por consiguiente al dolor. Estaba en la esquina, mirando cada copa que servía, como si se tratara de algo vital. Como si cada una de esas copas salvará la vida a alguien. Después de una hora se acercó y me hizo la pregunta: ¿A qué hora sales? No podía creerlo. Pero fue así, durante las dos horas restantes me espero, sentada en el taburete, y hablando sin parar. Ella me había esperado y yo ahora la deja marchar.
Volví a su imagen mientras se subía al Peugeot en que habíamos venido. Otra vez él haciendo de la suyas. La canción seguía sonando y conocía la siguiente estrofa. Un grito sordo salió de mi pecho y verbalice un no violento mientras mi corazón me decía: “no vas a perder ningún beso por no saber decir que la necesitas”.
Salté por encima de la cama y apague la canción antes de que él pudiera decir la frase. Si conseguía expulsarla a través de los altavoces, sabía que no haría nada. Su voz era como una orden para mí, y no pensaba seguir obedeciendo. Esta vez iba a equivocarse, esta vez yo iba a ser el único dueño de mis actos, esta vez la canción iba a tener un final feliz.
Me asome a la ventana y grite su nombre. Ella se volvió y con el leve gesto de mano conseguí la sonrisa que me demostraba que hoy sí había un final feliz.
HÉCTOR

jueves, 20 de mayo de 2010

“La casa de Juan”
Sin apartar los ojos del cielo, sujetándome los párpados para no perderme ese instante, espero. Vas a llegar. Pasarás y me dirás adiós, o hasta luego, o hasta siempre. Tal vez no me digas nada, pero yo sonrío y espero.
Hace más de dos horas que las casa de enfrente decidieron cerrar los ojos, pero hoy la mía no quiere dormir, necesito esperarte, tengo que esperarte.
Llevo dos días esquivando el agujero que apareció ante mí cuando tu respiración se agotó, cuando decidiste que éste era tu final. Me he escondido durante todo este tiempo, me he engañado, pero hoy ya no quiero seguir jugando al gato y al ratón. Hoy voy a enfrentarme al dolor, pero necesito que me ayudes, abuelo. Necesito que me recuerdes que podré con él. Necesito que tu estrella ilumine esta oscura noche y me des las fuerzas suficientes para vencerle. Siempre he tenido miedo a la oscuridad, pero ya nunca más. Ahora te has convertido en mi estrella y ya nada temeré en la noche.
Sigo mirando desde la ventana para verte aparecer. Espero que me hagas alguna señal que me indique que eres tú.
Acabas de aparecer ante mis ojos y me has sonreído como siempre, me encanta tu sonrisa, siempre me ha gustado. Intento recordar alguna otra expresión en tu cara, y no la recuerdo. Creo que jamás he visto en ti otra expresión. Tal vez sí. Tal vez en estos últimos meses he visto otras expresiones, especialmente de dolor, pero prefiero olvidarlas.
Te devuelvo la sonrisa y me preguntas: “¿eres feliz?”. No sé qué contestarte pero mis labios han vuelto a sonreírte. Tú respuesta ha sido clara: “pues con eso me basta”, me has dicho, y nada más. Me has guiñado un ojo y te has ido. Y yo tampoco necesito nada más, sólo saber que estás ahí, iluminando mis noches de miedo y terror. No necesito nada más para cerrar las cortinas, bajar las persianas y enfrentarme a la oscuridad.
Muchas gracias abuelo.
JUAN

miércoles, 19 de mayo de 2010

“La casa de Gloria”
Llevo demasiados día sin mirar por la ventana. La última vez vi algo horrible. No era mi imaginación. No era una película. No era un sueño. Ahí estaban, asomados a la ventana y discutiendo, pero me quedé petrificada. Sabía, intuía, imaginaba lo que iba a pasar, pero no hice nada, sólo miraba. Y hoy, mirando los restos de sangre en la acera, lo recuerdo todo.
Miraba como ella intentaba defenderse. Miraba como los ojos de él se encendía y la llama del odio recorría su cara. Miraba intentando buscar un aliado que me ayudará a reaccionar. Era demasiado tarde. Casi no había luz en la calle desierta y la poca gente que pasaba iba cabizbaja.
Debía de haber gritos, pero yo no los oía. En mi cabeza todo era silencio. Silencio absoluto y certeza de que debía hacer algo. Pero ya era demasiado tarde. Cuando cogí el teléfono, un golpe seco me hizo mirar a la acera. Y allí estaba. Intentaba moverse y yo, sin poder articular palabra, le decía que se quedará quieta, que ya venía a ayudarla. Le pedía perdón y le decía que estaban en camino. Que todo saldría bien. Que aguatara un poco más.
En ese momento me pareció oír su voz contestándome. ¿Quién era yo para pedirle que aguatara? Y tenía razón. Tal vez llevaba demasiado tiempo aguatando. En ese momento sólo una pregunta me cruzo la mente: ¿Y si hubiera hecho esa llamada de auxilio antes? ¿Y si no me hubiera quedado petrificada?
De todas formas quizá la había salvado. Estaría un tiempo en el hospital pero saldría de ésta. Sólo encontré un problema a mi mala justificación para paliar mi sentimiento de culpa. No podría volver a mirarla a la cara, no podría estar en paz porque yo la había fallado. Pero unos días después me la encontré, aún con restos que me recordaban y le recordaban el horror. Me saludo y en ese momento se echo a llorar en mis brazos. Me repitió mil veces la misma palabra. Esa palabra que hoy me martillea el cerebro y me impide mirar por la ventana. Me decía sin parar gracias. Y eso aún me hizo sentir peor. Tal vez las cosas que nos pasan tienen una razón superior que desconocemos. Tal vez ella necesitaba una ayuda y por mala que fuera la mía, era eso, ayuda. Una ayuda tardía, una ayuda lenta. Pero ella sólo necesitaba que alguien la viera para poder reaccionar. Tal vez por eso me dio las gracias y tal vez por eso yo deba sentirme menos mal. Tal vez por eso, yo deba volver a mirar por la ventana, porque algún otro puede necesitarme.
GLORIA

martes, 18 de mayo de 2010

“La casa de Natalia”
Otro sábado más, el estridente sonido de la lavadora me recuerda que tengo que abrir la ventana para tender. Siempre que lo hago, veo la imagen de mi madre emparejando calcetines. Tardaba más en esa tarea previa que todo el resto del tiempo con las pinzas. Y todos los días, cuando abro esa ventana, intento comprender porque nunca la arreglaron, para que no hubiera hecho falta levantarla antes de deslizarla por el oxidado carril.
Pero hoy, unas voces infantiles llaman mi atención. Hace muchos años que no vivían más niños aquí, pero ahora tenemos dos familias más. Una de las niñas del primero y la niña del segundo están hablando y haciendo planes para la tarde. Y no hablan por la ventana, que sería lo normal, sino que lo hacen con dos walkie talkies, como si su voz no fuera capaz de atravesar los escasos dos metros que las separan. Estoy a punto de reírme de la estrambótica situación cuando, como una sucesión de fotogramas, me veo a mí misma, con algo más de ocho años, sosteniendo en la mano un vaso de yogurt. Y veo también a mi amiga Ana, que vivía en el piso de arriba, con otro vaso como el mío y ambos unidos por un hilo. De repente recuerdo ese momento.
Dos días antes habíamos estado hablando por la ventana, y mi madre y la suya se habían enterado de nuestros planes, cosa que nos molestó en exceso, pese a que seguramente sólo habíamos hablado de bajar a jugar y a comprar chucherías. Entonces habíamos buscado una solución y habíamos encontrado la mejor: construirnos un teléfono para mantener en secreto nuestras conversaciones. Y así fue, recogimos dos vasos de yogurt y le pedimos hilo a mi madre. Estábamos tan emocionadas y convencidas de nuestro logro, que un minuto después de haber acabado el artilugio, Ana subió a su casa y desde su ventana, me lanzo mi parte del teléfono.
Habíamos puesto un hilo demasiado largo, pues temíamos perder nuestros comunicadores por el patio, y nuestro primer intento fue un fracaso. Sin el hilo tenso, nuestra voz se quedaba aislada en nuestro lado sin llegar a la otra. Entonces, recuerdo haber gritado a Ana que se fuera para la cocina y que yo haría lo mismo, y ese fue nuestro segundo fracaso. Nuestras retiradas fueron tan impetuosas, que el nudo que sostenía mi vaso, atravesó el diminuto agujero y nuestra línea quedó cortada. Elena bajo rápidamente a mi casas y ya mi madre comenzaba a refunfuñas. ¿Por qué las madres siempre refunfuñan cuando sus hijos hacen planes alocados? No lo sé, pero yo ahora también lo hago.
Recuerdo que durante más de una hora estuvimos buscando una solución para nuestro problema, sentadas en la mesa de la cocina mientras mi madre hacía la comida y no llegaba a comprender porque no hablábamos simplemente por la ventana, como habíamos hecho siempre. Al final, decidimos acortar el hilo y sujetar los vasos con celo al cristal de la ventana, pero cuando nos disponíamos a hacerlo, la voz de la madre de Ana entró desde el patio llamándola a comer y pospusimos la instalación para la tarde. Durante una semana nuestro artilugio estuvo enganchado al cristal y durante el mismo tiempo, Ana y yo no paramos de incordiar a nuestras madres cuando tendían, pidiéndoles que tuvieran cuidado para no romperlo.
No sé cuándo ni cómo, esos vasos desaparecieron. Supongo que las dos madres hablaron por la ventana, sin necesidad de intercomunicador (así le llamábamos) y decidieron deshacerse de ellos.
Que divertido es construir cosas cuando uno tiene ocho años. ¡Quiero volver a tener ocho años! Llamo a mis hijos llena de excitación, pospongo la ropa lavada y decido volver a ser aquella niña y construir con mis hijo un intercomunicador.
NATALIA

lunes, 17 de mayo de 2010

“La casa de Andrea”
Están ahí abajo, a dos pisos de mi ventana y se besan apasionadamente. Están enamorados, de eso no hay duda, o al menos yo no lo dudo. Ella le rodea el cuello con sus brazos, acaricia suavemente su nuca mientras se besan: en la boca, en el cuello, en la barbilla… Y poco a poco, él va llevándola hasta la pared, donde la apoya suavemente.
Tengo que inclinarme para seguir viéndoles, y aunque con pudor, lo hago. Las manos del chico acarician las caderas de ella. Y ella levanta levemente la pierna. En ese momento una voz chillona resuena a través del telefonillo: “Sube a casa de una vez”.
Ella pone cara de disgusto y se separada de su amor, del chico que intenta retenerla. Ella le besa con cariño los labios y se despide. Abre la puerta del portal con su llave y entra.
He decidido volverme a la cama cuando veo cruzar otra chica que se dirige al portal. Mis ojos no dan crédito. Se acerca al chico que aún mira la puerta del portal y le abraza por la espalda. Él se gira, sonríe, y la besa con la misma pasión que a la chica anterior. Sonrío. No sé porqué pero tengo esa necesidad. Me parece bonito que alguien pueda tener tanto amor para entregar. Socialmente le tacharían de infiel, de mala gente. Pero aún es mayor mi sorpresa cuando desde la ventana de al lado de la mía, la primera chica se asoma, saluda con la mano a los dos que se encuentran abajo y les desean que pasen una buena noche.
Que bonito es ser libre, ser feliz, no tener prejuicios y sobre todo desearle el bien a los demás. ¿Y si yo les juzgara? ¿Quién soy yo para hacerlo? Nadie, se les ve felices y contentos. La pareja que está en la calle se coge de la mano, giran sus cabezas y le lazan sendos besos a la chica de la ventana, que como si fuera una película, los recoge con su mano del aire y se los lleva al corazón. La pareja se aleja ahora agarrados por la cintura y yo sin saber porqué mira a la chica de la ventana, que me sonríe y la cierra.
Tengo la sensación de que hoy voy a poder dormir, y que ni nada ni nadie turbará mi sueño. Le deseo buenas noches a la pareja, a la que casi ya no distingo a lo lejos, y yo también cierro la ventana.

ANDREA

domingo, 16 de mayo de 2010

“La casa de Juan”
Otra vez miro por la ventana y es de noche. El silencio sólo roto por el pasar incesante de los coches, me devuelve a la realidad. Hoy no puedo dormir. Algo se ha metido en mi cabeza y me impide conciliar el sueño. Nunca he imaginado la vida de las gentes en sus casas.
En el edificio de enfrente hay varias ventanas con luz, tal vez no sea demasiado tarde o tal vez haya otros como yo. Otros que miran e imaginan. Otros que no duermen. Otros con los que comunicarme en silencio a través de un juego de luces.
¿Y si apagara y encendiera mi lámpara junto a la ventana? Tal vez la chica de enfrente me devolviera la señal. Tal vez nunca más necesitaría mi voz para comunicarme. Tan sólo con la luz le haría las señales pertinentes y nos pasaríamos la noche así, hablando. Tal vez su vecino de abajo, con la luz también encendida, nos respondiera a la llamada. Puede que sea un hombre mayor. Con una vida llena de anécdotas y nos contaría todo lo que ha vivido. Prestaríamos mucha atención a cada una de sus palabras, a cada una de las enseñanzas que sólo la edad puede darte. Y en ese momento, la vecina del último piso, que se afana en conciliar el sueño mientras mira la tele, se uniría a nosotros. Su vida no es muy interesante. Vive con su hijo pequeño y trabaja en una oficina. Desde hace demasiado tiempo no puede dormir y entre todos intentaríamos ayudarla a hacerlo. Es una mujer simpática, que se ha cruzado mil veces con la chica del segundo pero que hasta hoy, nunca habían cruzado ni una palabra. Todos nos conocemos de vista. Por las mañanas nos encontramos en la acera mientras salimos de casa, pero en la calle, nadie habla. Andamos como autómatas a nuestros quehaceres diarios. Ésta es una ocasión única. Nadie nos mira, nadie nos juzga y podemos ser nosotros mismos. Decir verdaderamente lo que pensamos sin temor a los reproches, a las miradas de soslayo ni a esos ojos inquisidores que condenan tus opiniones. ¡Qué fácil es hablar con la luz! Sin vernos las caras.
Cuando mis ojos se posan en la ventana de la chica de enfrente, está apagando la luz, miro a su vecino de abajo y también la apaga. La mujer del último piso también la apaga, pero su tele sigue centelleando tras las cortinas. Creo que hemos acabado nuestra conversación. Tal vez mañana, cuando nos encontremos en la calle, son miraremos de otra forma. O tal vez no, porque la noche tiene eso, una magia que desaparece cuando comienza el día. Buenas noches a todos.
JUAN

sábado, 15 de mayo de 2010

“La casa de Marcos”
Miro por la ventana y veo un hombre solo, ajado por los años y los malos momentos. ¿Y si ese fuera mi futuro?
Empujar un carro destartalado, con ropa de segunda, tercera o cuarta mano que habré encontrado en algún contenedor… Sin nadie que me preste su ayuda cuando avance tambaleándome por la calle, al bajar el bordillo de la acera. Sin nadie a quien contarle mis alegrías y mis penas, si es que las tengo. O tan sólo pudiéndoselas contar a algún otro atormentado que pulule por la ciudad o al psicólogo sirve copas del bar donde tomaré mis cafés especiales cada mañana. Cada día parece más claro, no hay duda, ese es mi destino
Un chico pasa rozando al hombre del carro y se ríe de él. Su risa me saca de mi ensueño, de la película futura de mi vida que estaba proyectando y vuelvo a prestar atención a ese alma demasiado cercana a la mía. El hombre ni le mira, sólo escupe palabras, refunfuña algo para quién quiera oírle, y yo querría, pero la distancia que aún nos separa, la seguridad de mi casa, el calor de mis paredes y los ruidos de la calle me lo impiden. Seguro que tiene algo bueno que decir. Seguro que tiene enseñanzas que me ayudarían a ser mejor persona. Seguro que sería un gran conferenciante si no llevará el pelo cubierto de hojas, la comisura de los labios con restos de café y el alma llena de alcohol. Lo intento con todas mis fuerzas, pero no consigo escuchar lo que dice.
Cruza la calle y se sienta en un banco frente a mi casa. Ese es mi banco, el lugar donde paso horas leyendo, intentando olvidar mis problemas y donde la noche me sorprende cada atardecer. Comienza a revolver sus trastos, a sacar sus tesoros y colocarlos junto a él. Parece que busca algo, y su nerviosismo aumenta cuando no lo encontrar. Intento imaginar que puede ser, pero la realidad me golpea cuando su cara se relaja a la vez que saca un libro de entre sus pertenencias. Lo deja sobre su regazo y con sumo cuidado y parsimonia, vuelve a colocar sus cosas dentro del carro, como si cada una tuviera su lugar. Cuando ha acabado, abre el libro y puedo ver el título. Para mi sorpresa está leyendo el mismo libro que yo.
No me lo pienso dos veces, mi cuerpo comienza a funcionar sin pedirle permiso a mi cabeza y me pongo lo zapatos mientras continúo mirándole por la ventana. Necesito que no se vaya, necesito hablar con él y preguntarle si sabe dónde se van los patos del Central Park cuando el lago se hiela en invierno. Tal vez él sepa la respuesta, y esa respuesta me ayude a salir de donde estoy. Cojo el abrigo y las llaves, pero cuando echo la última mirada por la ventana antes de salir, él ya no está.
Me siento abatido en el sillón y miro mi banco buscando algo. Y ahí está, es el libro, su libro, mi libro. Vuelvo a sonreír y decido bajar. Seguro que en él está la respuesta que busco.
MARCOS

viernes, 14 de mayo de 2010

"La casa de Andrea"
Apoyada en la ventana, con las manos colgando hacia el exterior, miró pasar gente cuatro pisos más abajo. Me gusta observar cómo caminan: con prisa controlada, con desánimo, con estrés contenido, con indiferencia, con absoluta parsimonia, con tristeza y cabizbajos…
Así puedo pasarme horas, sin otro trabajo que imaginar sus vidas: unas llenas de experiencias y aventuras, otras monótonas y tranquilas, otras que comienzan a caminar sin nadie de la mano…, pero hoy alguien me llama la atención. No se diferencia mucho de los demás, podría haber sido cualquier otro, pero mi vista se detiene en él. Camina con decisión, con la vista clavada en el frente y acompasando todos sus pasos con el armoniosos movimiento de sus brazos. No es demasiado alto ni demasiado bajo, no es demasiado gordo ni demasiado delgado; en realidad no es demasiado nada, pero es él. Y esta vez no imagino su vida, imagino la nuestra.
¿Y sí le chistara desde lo alto de mi ventana? Tal vez, y sólo tal vez levantaría su mirar y me encontraría. Yo le haría un gesto para que subiera y le indicaría mi piso con los dedos de mi mano derecha. Él sonreiría y aceptaría mi invitación sin realizar el más mínimo gesto. A partir de ese momento todo iría rápido. Abriría la puerta, le invitaría a un café y en poco más de dos horas conoceríamos el uno la vida del otro y nos daríamos cuenta de que llevamos años buscándonos. Sin saberlo, hemos estado esperando al otro para llenar el vacío. Pronto se instalaría en mi piso y nuestra vida sería perfecta. Viajaríamos juntos, compartiríamos lo aburrido de nuestras rutinas y lo maravilloso de nuestras excepcionalidades. Seríamos la pareja con mayúsculas, esa con la que sueña todo el mundo, esa que te hace vibrar con el simple roce de sus dedos y que te da la tranquilidad de lo conocido en casa a tu vuelta del mundo real. Pasaríamos la vida juntos, sin separarnos más que lo mínimo y necesario para seguir siendo independientes dentro de nuestra dependencia, y yo, yo no volvería a ocupar mi tiempo mirando por la ventana a desconocidos, imaginando sus vidas y fantaseando con ese lugar al que podría ir pero no voy…
Mejor no le chisto, mejor le dejo seguir su camino. Creo que no es él, otra vez me he equivocado, otra vez he permitido que mi imaginación volase demasiado. Yo vivo aquí, entre estas cuatro paredes y nadie atravesará esa puerta mientras no esté preparada.
ANDREA

jueves, 13 de mayo de 2010

"La casa de Héctor"
Llego a casa, y como siempre la ciudad duerme. Siempre he dicho que parezco un roedor, pues mi vida con luz es insoportable, sólo la noche y la oscuridad me acogen y me dan la energía necesaria para continuar.
Miro por la ventana e intento descubrir a algún ser de mi especie, pero como todas las noches estoy solo. Sólo la oscuridad me responde al otro lado del cristal. Comienzo a bajar la persiana, Y un rayo de luz detiene mi mano. Alguien está despierto y necesito sentirle, sentir que estoy acompañado, sentir que esta noche alguien velará por mí.
Ante mi sorpresa, una voz desde el otro lado de la calle me llega con total claridad. "Hola", me dice. Una palabra sencilla, vacía de artificio y plagada de empatía. Yo contesto con el mismo hola, y no necesito nada más.
Pasados unos segundos, esa voz, que debe pertenecer a alguien, alguien con quien tal vez me he cruzado por la calle, alguien a quien tal vez en algún momento he prejuzgado, vuelve a dirigirse a mí. "Me estoy volviendo loco", digo. Pero esa voz me contesta que no, que los seres de la noche hablamos sin vernos, hablamos sin conocernos, sencillamente hablamos y nos comunicamos.
Esa voz neutra, pues sería incapaz de identificar su sexo o edad, comienza a contarme su vida. Una vida sencilla y sin alharacas, una vida llena de amor pero sin grandes gestos, una vida corriente y no por ello menos intensa, feliz y especial. Y entonces deseo ser ella, deseo convertirme en ella, o tal vez acabo de enamorarme de esa voz. Y se lo digo, sin tapujos, sin imposiciones sociales, sin las tonterías que rigen el mundo. Acabo de conocerla hace tan sólo unos minutos y ya la quiero. Como un niño, sin miedo al rechazo, grito: "Te quiero", y esa voz me responde lo mismo.
Yo le cuento mi vida y la acepta sin juzgarme. No hay dobles intenciones en sus preguntas. Quiere saberlo todo, cada detalle, cada pequeña anécdota, cada momento vivido sin ella. Por primera vez puedo ser yo, no hay mentiras ni omisiones. Todo está dicho y me siento liberado, me siento feliz de tenerla a mi lado.
Comenzamos a hacer planes de futuro como dos adolescentes que acaba de descubrir el amor. Yo le digo que quiero viajar, conocer mundo, hacer grandes cosas, pero ella me responde que los grandes viajes no están fuera, a kilómetros de distancia, sino dentro de nosotros, que las grandes cosas las hacen los mediocres, que necesitan el reconocimiento de los demás. Esa voz que me tranquiliza, me dice que la cosa más grande que se puede hacer en el mundo es ser feliz. Que esa no hay que mostrarla, es en sí misma y sólo uno la vive, la siente, la ve y la comparte, nunca la enseña. Y sé que tiene razón. He perdido mucho tiempo buscando la felicidad en los lugares equivocados. La he buscado en sitios y esquinas fuera de mí, pensando que no la encontraba porque alguien me la había robado y la había tirado lejos, muy lejos. Pero el único ladrón soy yo, y ahora lo veo. Está aquí, en mí y sólo tengo que darle los buenos días cada mañana para sentirla.
El primer rayo de sol interrumpe nuestra conversación y la magia se acaba. Ya no la oigo pero sigo sintiéndome feliz. Puede que mañana vuelva a escucharla y puede que mañana vuelva a enamorarme de ella, o tal vez no, pero hoy no me importa.
HÉCTOR

miércoles, 12 de mayo de 2010

"La casa de Mariló"
Acabo de levantarme y mi habitación parece otra. La vida ha entrado en ella y la ilumina. Ayer todo era tristeza y oscuridad, pero el estío está cerca y comienzo a notarlo. Las sábanas se me pegan en el cuerpo y el sol juega conmigo a través de la ventana. Tres rayos atraviesan los cristales y dibujan sendos arco iris en mi pared. Necesito correr las cortinas y verle brillar. Verle iluminar el cielo de mi ciudad. Esa ciudad que me ha visto crecer.
Abro las cortinas. El sol golpea mi cara y lloro. Pero hoy las lágrimas las provoca él. Son lágrimas de alegría, de felicidad. Incluso a través de la ventana huelo ese aroma cálido, entrañable y conocido que me recuerda que hoy es primavera. Las lágrimas que recorren el contorno de mi nariz se secan antes de llegar a mis labios. Hoy es un gran día y las rosas de la casa de enfrente me lo recuerdan. Abiertas en todo su esplendor, sonríen al astro sol y me contagian la risa. Comienzo a reír sin control y las lágimas vuelven a brotar.
Aún no quiero abrir la ventana, prefiero disfrutar unos minutos con este cristal que me protege de un ataque de felicidad y plenitud. Hace demasiados meses que la tristeza comenzó a habitar en mi corazón y no sé si estoy preparada. La dueña de las rosas abre sus ventanas y me mira. El leve gesto de su cabeza y su sonrisa parecen invitarme a ser feliz. La veo respirar profundamente y su semblante sólo transmite paz, sosiego y calma.
Tal vez ha llegado el momento, pero antes necesito llenarme los pulmones de aire. Necesito volver a llenarme del calor que tanto he añorado. Echo un vistazo hacia atrás por encima de mi hombro y veo mi sombra en la pared, coronada por el único arco iris que mi cuerpo no ha borrado. Ahora sí que sonrío. Me he transformado en Peter, y mi sombra, con una amplia sonrisa en los labios me hace gestos para que me atreva y abra la ventana. Incluso si presto atención, soy capaz de oír su voz en un susurro que me dice: "Ha llegado el momento. El invierno por fin se ha acabado." Cierro los ojos, y como una letanía, sigo escuchando a mi Peter diciéndome una y otra vez: "El invierno se ha acabado."
Tanteo el espacio que me separa de la ventana, aún con los ojos cerrados. No quiero abrirlos hasta que el cristal haya desaparecido. Llego a la manilla de aluminio y con un gesto conocido por tantas veces realizado, me libero del muro y una brisa cálida me envuelve. Cuanto hasta tres, con Peter como coro, y abro los ojos.
Nunca he sido tan feliz. Nunca he visto un sol tan magnífico. Tal vez nunca me había fijado en él como hoy y le veo distinto. Y mi alma, mi corazón y mi cuerpo, se dejan llevar por un instinto primitivo y se abren como antes hicieron las rosas. Y durante no sé cuánto tiempo soy una rosa más en la ventana. Soy la rosa que siempre debí ser y que el frío, las heladas y el viento, marchitaron durante demasiado tiempo.
MARILÓ

martes, 11 de mayo de 2010

“La Casa de Gloria”
Son las tres de la mañana, y otra noche más, no puedo dormir. Miro al techo e intento echar de mi mente su cara, pero sigue ahí, dándome golpecitos en la sien y diciéndome que me he equivocado.
No quiero levantarme de la cama o volverá a amanecer mientras yo miro la tele con desgana. Pero no lo soporto más, las sábanas me queman. No soporto perder el tiempo: uno sólo se tumba para dormir o morir. Con los ojos abiertos y alerta, el cuerpo debe estar en posición vertical.
Me levanto y me encamino al salón. Otra vez las noticias infinitas. El bucle de información durante demasiadas horas. No, hoy no. Hoy algo del exterior tira de mí y me dirijo a la ventana. Según me acerco, me doy cuenta de que lo que me atrae es otro alma como yo. A través de la ventana de la casa de enfrente veo luz. Alguien tampoco duerme y ya no me siento tan sola. Intento adivinar el motivo de sus desvelos.
Debe ser una mujer, pues las cortinas tienen encaje y un pequeño lazo las recoge a los lados y me permite ver con dificultad el interior de la casa.
Parece un salón, o más bien la pequeña sala de estar de una casa antigua. Aún recuerdo la de mi abuela: recuerdo su mesa camilla de brasero (aunque nunca mire debajo de sus faldones de terciopelo verde para comprobar si el artilugio estaba en su lugar). Recuerdo un tapete de ganchillo blanco, amarilleado por los años, y sobre él, ése cómo llamarlo, cubre mesa de plástico semirígido. Recuerdo que los bordes tenían un doblez exagerado que molestaba al apoyar los brazos. Recuerdo que intentaba meter mis pequeñas manos por los lados del plástico para tocar el tapete, y aún sigo oyendo la voz de mi abuela diciéndome: “saca las manos de ahí que vas a romperlo”. Recuerdo que podía pasarme horas siguiendo con el dedo el diseño de flores que con tanto esmero había tejido mi abuela con el gachillo. Recuerdo intentar averiguar cuál era el principio y el final de ese entramado de hilos.
¿A qué olerá la casa de mi vecina? La de mi abuela era especial, sólo su casa olía así. No sé cómo, no sé a qué, pero olía de una forma diferente y ese olor siempre me recordará a mi abuela.
Tal vez la mujer de la casa de enfrente sea abuela. Tal vez sus nietos jueguen con el tapete de la mesa camilla como hacía yo y recorran sus flores con el dedo. Tal vez aún fabriquen esos horrendos cubre mesas de plástico y su abuela les regañe cuando ellos intenten tocar el ganchillo. Tal vez ellos sí se atrevan a levantar el faldón de terciopelo y descubran que es el mejor escondite del mundo, y jueguen, y se diviertan… Y tal vez, dentro de veinte años, una noche, sus desvelos les lleven a mirar por la ventana de su casa y descubran que la de su vecina está encendida y recuerden la mesa camilla de su abuela.
Sería precioso, pero la realidad vuelve a darme directamente en la cara. Un chico joven, de unos diecinueve años, cruza la sala que miro mientras besa a una chica estupenda. Me ve mirar a su ventana, me enseña su dedo corazón y con un gesto rápido suelta los lazos de las cortinas y éstas cubren su escena de pasión.
“Tenía que haber encendido la tele”, pienso. Doy media vuelta y me dirijo al sofá. Vuelvo a estar sola. Enciendo la tele y las noticias me recuerdan que ya no tengo ocho años. Que mi abuela murió y que mis tíos vendieron su casa. Nunca más he vuelto a ver esa mesa camilla, ni ese faldón, ni ese tapete de ganchillo, ni ese horripilante plástico.
Sin darme cuenta, hoy voy a dormirme gracias a mi abuela y sus recuerdos, y no me despertaré hasta que el teléfono me anuncie que debo ir a trabajar.
GLORIA