miércoles, 30 de junio de 2010

“La casa de Gloria”
Otro noche más sin dormir. Hoy decido mirar desde otra ventana. Hoy no salgo de mi cuarto y desde ella veo el interior de mi corrala, el patio de vecinos donde llevo tal vez demasiados años viviendo. Veo la casa de doña Juana, con la luz apagada. Veo la casa de Antonio y Puri, también con la luz apagada. Me sorprende, pero rápidamente vuelvo a recolocar mi cabeza. Son las cuatro de la mañana, y evidentemente todos duermen. Todos menos yo, como siempre, que hace también demasiado tiempo que no duermo.
Pero no puedo retirar la mirada de una casa sin vida, con las persianas bajadas y sin nadie en su interior. Aún recuerdo cuando esa puerta siempre estaba abierta, cuando todos los niños que correteábamos por las galerías podíamos entrar en esa casa a nuestro antojo y pedirle a Paca cualquier cosa.
Recuerdo cuando mi hermana y yo silbábamos a través de la reja que cubría la ventana del salón. Nosotras éramos especiales. A nosotras nos gustaba hablar con Paca. Pasábamos las tardes en su casa, primero porque mis padres le pagaban para cuidarnos, pero cuando crecimos, lo hacíamos porque nos gustaba. Nos gustaba escuchar sus historias sobre la guerra, sobre la dura vida que esa gran mujer, en un cuerpo pequeño y destartalado. En un cuerpo cubierto por ropajes, pues nunca fueron ropas, en un cuerpo lleno de vida y vivencias dolorosas, pero con una sonrisa que era capaz de atravesar todo ese dolor y transformarlo en amor. Yo la quería y aún la quiero, y desde que ella se fue, desde que se la llevaron, como ella decía, la echo de menos.
Echo de menos esos cuadernos de doble raya que nos regalaba, echo de menos esas fantas con posos que tenía en la nevera, echo de menos esos bolígrafos de diez colores que nos solía comprar y sobre todo echo de menos esa coletilla nefasta que nacía de su nuca.
Vuelvo a fijar la mirada en esa ventana enrejada y ante mi sorpresa la luz se enciende. Mi corazón da un vuelco al imaginar que es Paca, y aunque sé que es imposible, pues murió hace demasiado tiempo, espero con impaciencia ver su cara asomarse y saludarme con un leve gesto de la mano. Pero rápidamente mi sueño se esfuma. Una chica de mi edad, sube la persiana y se dirige a la puerta. La abre y deja en el pasillo varias bolsas de basura con trastos. Desde la ventana veo cajas de mudanza y comprendo que han debido vender la casa, y por primera vez me doy cuenta de que debe ser así, pues el cartel de la ventana ya no está. Miro las bolsas de basura sin darle importancia pero algo llama mi atención. De una ellas asoma una vieja cartera de cuero raido de color verde y azul, y rápidamente aparecen los recuerdos. Era de Paca, y en ella metía los regalos de cumpleaños que nos solía hacer a mi hermana y a mí. Sin pensarlo dos veces, me dirijo a la puerta de mi casa y bajo hasta casa de Paca.
Sé que es tarde y que lo mismo mato del susto a mi nueva vecina, pero necesito hablar con ella. Llamo a la puerta y ella me contesta desde el otro lado. Con rapidez le explico que soy una vecina y que es urgente. Ella no comprende nada pero me abre y le cuento muy resumidamente mi historia con Paca, y le pido si puedo quedarme con esos trastos que ha tirado. Ella debe pensar que estoy loca, son las cuatro y media de la mañana y con un gesto de incomprensión me dice que me lleve lo que me dé la gana. Le doy las gracias mientras recojo las bolsas y rápidamente subo a mi casa.
Esta noche no duermo, pero no por insomnio como siempre, no duermo porque repaso una por una y con historias asociadas a cada uno de los objetos, los trastos de Paca, y decido colocarlos en una de mis estanterías. Esta noche soy feliz, tan feliz como cuando tenía ocho años y Paca me hacía sonreír, soñar y vivir grandes aventuras gracias a sus historias.
GLORIA

jueves, 17 de junio de 2010

“La casa de Natalia”
Les veo ahí arriba, o más bien imagino a dos o tres niños, con la espalda pegada en la pared del pequeño murete de la azotea, contando hasta tres antes de sacar sus pequeños bracitos por encima de los bloques de hormigón, cargados con sus proyectiles y lanzarlos a la calle. Sin mirar quién hay abajo, sin saber si su travesura dará a alguien, o como ocurría casi siempre, se estrellará contra la acera sin causar mayores incidentes.
Pero había veces, que dentro de ese pequeño grupo de niños armados, había algún valiente, un osado que miraba hacía bajo buscando una víctima a la que empapar. Y veinte años después de que yo fuera esa osada, de que siempre fuera mi cara la que los vecinos reconocía y que cada tarde vinieran a visitar a mi madre con un cabreo monumental, reconozco la cara de mi hijo asomándose.
Como madre, sé que debería decirle que no lo haga, que tirar globos desde la azotea, aunque resulte divertido, puede ser peligroso. Pero les he contado tantas veces a los dos mis aventuras, cómo subíamos a hurtadillas por las escaleras con el cargamento en las bolsas de la compra, cómo muchos de esos globos llenos de agua se nos explotaban por el camino y poníamos perdidas las escaleras, cómo nos escondíamos en los rellanos cuando escuchábamos alguna puerta abrirse, que moralmente no tengo el poder para recriminarles su aventura de verano.
Hoy, viendo a mi hijo desde la ventana de mi casa atacando a los viandantes, a los cuales nunca da, quiero aún más a mi madre. Acabo de darme cuenta de que ella también me veía, de que ella estaba al corriente de mis largos minutos en el baño llenando y llenando globos. De que cuando yo salía de casa pitando con el cargamento, nunca fue ignorante de lo que ocurría, todo lo contrario. Y la quiero aún más porque jamás me dijo nada, jamás me castigo, y si los vecinos no le venían con el cuento, ella lo dejaba correr.
Acabo de descubrir que la sonrisa pícara que se dibuja en mi cara, me es familiar (deben ser los genes haciendo de las suyas). Porque todos esos veranos, cuando volvía a casa con las bolsas empapadas en los bolsillos de mis pantalones, cuando entraba como un torbellino en la cocina en busca de la basura para deshacerme de las pruebas incriminatorias, y yo, ilusa de mí, creía haber burlado a mi madre y toda esa vigilancia férrea que creía me hacía, en realidad, ella tenía esta sonrisa. En realidad, ella me dejaba ser esa heroína con la que yo soñaba. En realidad, hoy ella es mi heroína, porque me dejo ser feliz, porque me dejo ser una niña, y porque me ha enseñado a ser una gran madre.
NATALIA

martes, 15 de junio de 2010

“La casa de Andrea”
Desde la ventana, con la mirada perdida en el horizonte y una neblina gris otoñal cubriendo la ciudad, no pienso en nada. Intento que alguna idea buena, positiva, que un rayo de sol ilumine mi mañana, pero parece que hoy todo está en mi contra.
Sé lo que me oprime el pecho y soy incapaz de arrancarlo, soy incapaz de ver más allá de mi dolor. Sé que hay cosas positivas en todo lo que me está pasando, pero no las veo. Sólo veo mi infeliz vida, mi cuerpo suspendido en el espacio y en el tiempo. Por mucho que intento moverme no avanzo más que unos centímetros a derecha e izquierda. Un leve bamboleo que me adormece, que me sume en un profundo letargo durante meses. Y durante ese tiempo sueño. Sueño en el que parece que soy feliz, en el que esa neblina se disipa y aparece el sol que calienta mi cara. Pero sé que un día, más temprano que tarde, despertaré y volveré a sentirme como hoy. Perdida, sin rumbo, con una vida sin sentido y sintiéndome triste. Tan triste que sólo quiero llorar. Derramar lágrimas por los meses de ensueño, por los días de dolor y por los futuros momentos de falsa felicidad.
Me he cansado de luchar todos los días. Me he cansado de inventar una vida que no existe ni existirá. Me he cansado de ser fuerte. Me miro al espejo y reconozco la más dolorosa derrota de mi vida. Me ha vencido. La luchadora incansable ha sido derrotada por la situación. No puedo más, necesito gritar, pero no sé cómo hacerlo. No sé cómo decirle a la gente a la que quiero y que me quiere, que me he roto por dentro. Seguramente lo sabrán cuando todo haya pasado. Seguramente no se lo contaré a nadie. Seguramente lucharé, como siempre en solitario, y aunque no venza, saldré de ésta sola, pues no sé hacerlo de otra manera.
Por primera vez en mucho tiempo no sé cómo va a acabar esta historia, no tengo un horizonte al que dirigirme, sólo multitud de pequeños puntos a los lejos que tal vez resulten mi felicidad, pero por primera vez, tal vez no.
¿Me estás oyendo? ¿Me estáis oyendo? ¿Alguien me oye?, grito sin parar, pues después de un largo monólogo, nadie me consuela. Creo que estoy hablando sola, y mientras me seco las lágrimas, comienzo a cerrar las ventanas. Cuando sólo me queda una rendija, alguien me contesta. Un gran alivio acuna mi corazón y me consuela. Es el viento, que me ha escuchado y ondea mi pelo diciéndome: “yo también estoy solo, no te preocupes.”
Decido no cerrar completamente mi ventana, porque quizá esta noche pueda volver a necesitarle.
ANDREA

martes, 8 de junio de 2010

"Desde la ventana"
Son las ocho de la mañana, es sábado, pero estoy despierto. Es el momento de disfrutar del día. El frescor de la mañana ayuda a moverse y a ser persona.
Ya he bajado a la panadería y me dispongo a desayunar junto a mi ventana. Esa ventana que adoro y que cambie nada más instalarme en esta casa. Siempre había querido tener una gran cristalera mirando al mar. Una ventana desde la que viera amanecer mientras permanecía tumbado en mi cama.
El día que vine a ver esta casa lo tuve claro. La ventana no era la apropiada, pero si su ubicación. Tan sólo tenía que cambiarla, agrandarla un poco. Con eso bastaría. Incluso puedo llegar a decir que la casa no es especialmente bonita, demasiado vieja, demasiado pequeña, pero tenía mi ventana.
Durante los primeros meses después de instalarme, me pasaba horas embobado mirando por la ventana. Me olvidaba de comer e incluso algún día llegué tarde a trabajar. Ahora ya forma parte de mi vida, pero sigo sonriendo cada mañana cuando abro los ojos y la veo.
Hoy el mar está encrespado, y pocas barcas de pescadores regresan después de su jornada de trabajo. Siempre les miro con envidia, deseando que pasen los próximos siete meses y que pueda unirme a ellos. En siete meses compraré mi barca, la pintaré de blanco y azul, los colores del mar, y cada día mañana me uniré a ellos.
Me uniré a José, cuya barca desconchada veo aparecer tras el pequeño islote. Pero a diferencia de él el aire de mi oficina, no ha ajado la piel de mi rostro y no sé si me aceptarán como uno más. También me uniré a Pepe, que hoy no ha debido salir, pues su pequeña embarcación a motor está amarrada en el muelle.
Sé que no soy uno de ellos, sé que mis años de pesca, los que me queden tras mi ansiada jubilación, sin la necesidad de llevar la barca llena para alimentar a la familia que no tengo, los verán como un capricho, como el hobby de un rico que no sabe en qué ocupar su tiempo. Pero creo que podré hacerles ver dentro de mí, arañando la superficie, y serán capaces de descubrir que ésta no es una ocurrencia de un viejo aburrido, que es una vocación. Que es lo que durante años he querido y no he podido ser. Que el mar está amarrado a mis entrañas, adherido a mi alma como los pequeños crustáceos a las grandes anclas, y que en mi interior, un viejo lobo de mar ruge desde hace demasiado tiempo queriendo salir.
Esta ventana, mi ventana, la que he buscado durante años mientras cambiaba de casa esperando algo que desconocía y que por fin he encontrado, me muestra mi futuro: EL MAR, donde pienso pasar mis últimos años y el que espero que me acoja cuando todo termine y mi último viaje comience.
MANUEL