martes, 18 de mayo de 2010

“La casa de Natalia”
Otro sábado más, el estridente sonido de la lavadora me recuerda que tengo que abrir la ventana para tender. Siempre que lo hago, veo la imagen de mi madre emparejando calcetines. Tardaba más en esa tarea previa que todo el resto del tiempo con las pinzas. Y todos los días, cuando abro esa ventana, intento comprender porque nunca la arreglaron, para que no hubiera hecho falta levantarla antes de deslizarla por el oxidado carril.
Pero hoy, unas voces infantiles llaman mi atención. Hace muchos años que no vivían más niños aquí, pero ahora tenemos dos familias más. Una de las niñas del primero y la niña del segundo están hablando y haciendo planes para la tarde. Y no hablan por la ventana, que sería lo normal, sino que lo hacen con dos walkie talkies, como si su voz no fuera capaz de atravesar los escasos dos metros que las separan. Estoy a punto de reírme de la estrambótica situación cuando, como una sucesión de fotogramas, me veo a mí misma, con algo más de ocho años, sosteniendo en la mano un vaso de yogurt. Y veo también a mi amiga Ana, que vivía en el piso de arriba, con otro vaso como el mío y ambos unidos por un hilo. De repente recuerdo ese momento.
Dos días antes habíamos estado hablando por la ventana, y mi madre y la suya se habían enterado de nuestros planes, cosa que nos molestó en exceso, pese a que seguramente sólo habíamos hablado de bajar a jugar y a comprar chucherías. Entonces habíamos buscado una solución y habíamos encontrado la mejor: construirnos un teléfono para mantener en secreto nuestras conversaciones. Y así fue, recogimos dos vasos de yogurt y le pedimos hilo a mi madre. Estábamos tan emocionadas y convencidas de nuestro logro, que un minuto después de haber acabado el artilugio, Ana subió a su casa y desde su ventana, me lanzo mi parte del teléfono.
Habíamos puesto un hilo demasiado largo, pues temíamos perder nuestros comunicadores por el patio, y nuestro primer intento fue un fracaso. Sin el hilo tenso, nuestra voz se quedaba aislada en nuestro lado sin llegar a la otra. Entonces, recuerdo haber gritado a Ana que se fuera para la cocina y que yo haría lo mismo, y ese fue nuestro segundo fracaso. Nuestras retiradas fueron tan impetuosas, que el nudo que sostenía mi vaso, atravesó el diminuto agujero y nuestra línea quedó cortada. Elena bajo rápidamente a mi casas y ya mi madre comenzaba a refunfuñas. ¿Por qué las madres siempre refunfuñan cuando sus hijos hacen planes alocados? No lo sé, pero yo ahora también lo hago.
Recuerdo que durante más de una hora estuvimos buscando una solución para nuestro problema, sentadas en la mesa de la cocina mientras mi madre hacía la comida y no llegaba a comprender porque no hablábamos simplemente por la ventana, como habíamos hecho siempre. Al final, decidimos acortar el hilo y sujetar los vasos con celo al cristal de la ventana, pero cuando nos disponíamos a hacerlo, la voz de la madre de Ana entró desde el patio llamándola a comer y pospusimos la instalación para la tarde. Durante una semana nuestro artilugio estuvo enganchado al cristal y durante el mismo tiempo, Ana y yo no paramos de incordiar a nuestras madres cuando tendían, pidiéndoles que tuvieran cuidado para no romperlo.
No sé cuándo ni cómo, esos vasos desaparecieron. Supongo que las dos madres hablaron por la ventana, sin necesidad de intercomunicador (así le llamábamos) y decidieron deshacerse de ellos.
Que divertido es construir cosas cuando uno tiene ocho años. ¡Quiero volver a tener ocho años! Llamo a mis hijos llena de excitación, pospongo la ropa lavada y decido volver a ser aquella niña y construir con mis hijo un intercomunicador.
NATALIA

1 comentario:

  1. El volver a inventar y reconstruir lo que en nuestra infancia nos hizo feliz, es compartir esa experiencia, disfrutar nuevamente de aquellas cosas y ademas los "nuestros".

    ResponderEliminar